domingo, 1 de junio de 2014

1 de junio



En estos años tan acelerados donde el tiempo parece no dejar huella de sí, donde existir parece la combinación perfecta de eficacia, adormecimiento y rapidez ultrasónica, uno va extrañando los lugares donde la niñez y la adultez convivían en una misma realidad, en la instantaneidad. Prueba de esto parece ser el enclaustramiento de nosotros y de nuestras casas, cada vez más fortalecidas por puertas resistentes, rejas de fierro, cercos eléctricos y todo el hermetismo característico de nuestra alma. Claro, la seguridad ante todo, no trato de reprochar nada, solo lo describo como un vago acto que destruye la añoranza levemente vivida. Ya no hay tiempo para nutrirnos del fruto de la contemplación, ya no hay tiempo para el luto porque el ideal tecnocientíficopositivista nos impide hacerlo tildándolo de fruslería, catalogándonos como reaccionarios de el ideal del progreso que se propone desaparecer el tiempo para padecer el dolor como señal de humanidad desfasada de sus contornos.

Hoy conocí un barrio donde jugaban los niños con sus bicicletas, y los adultos jugaban fútbol en las losas de la Solidaridad, algunos observaban, algunos bebían. Allá los púbers aún andan por las calles buscando qué hacer, qué aprender, vagabundos en potencia. Años caminando por ese lugar, y nunca me había puesto a pensar en lo grandioso que era ver a la gentes afuera de sus casas charlando, saludando a los vecinos, comprando Coca-Cola de 3 litros o bailando con su extroversión.

Sin embargo, solo pasé por ahí menos de dos minutos. Llego a la casa de mi abuela, la mamá de mi padre. Afuera beben dos tío, el abuelo y dos conocidos, amigos de mi padre. Saludo, como debe ser, estrecho la mano a cada uno de ellos, me intentan poner al centro de la chacota. No me dejo, y para dejarlos me excuso que debo saludar a la abuela, que está mal estos últimos días. 

Mi padre no está. Mi abuela sí, en una silla de ruedas reluciente. La beso, sé que serán las últimas veces y me pongo medio bruto a la hora de platicar. ‘¿Y cómo está?’. Un pequeño silencio de tres segundos y me contesta que ahí, la respuesta que te da la gente desauciada de todo proyecto. Se queda dormida a los quince minutos, la acuestan, charlo un rato con unos familiares de Cañete. Mi padre llega y me cuenta lo que ya había deducido. Me despido de todos. Me embarca en el paradero, subo al Rápido que me dejará en Acho, y en el trayecto pienso en cómo la soledad nos puede destruir, análogo al enclaustramiento, paralelo al hermetismo mental. Necesito ayudar a mi padre.

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